Hidratos de carbono

Los hidratos de carbono (también llamados carbohidratos o glúcidos o azúcares) son una importantísima fuente de energía procedente de la alimentación. Todos los tejidos emplean los hidratos de carbono (en forma de glucosa) para obtener la energía inmediata que necesitan, aunque también pueden utilizar otros nutrientes como las grasas o, incluso, las proteínas.

Hay diferentes tipos de hidratos de carbono, desde los más simples (una unidad estructural básica llamada monosacárido) como es el caso de la glucosa, hasta los más complejos (unión de numerosos hidratos de carbono simples) como el glucógeno de los animales o el almidón y la celulosa de las plantas.

Las fuentes alimentarias de los hidratos de carbono son variadas y pueden proceder tanto del reino vegetal como del animal. Sin embargo, la gran mayoría de los hidratos de carbono que consumimos (almidón) provienen de los vegetales: cereales, legumbres, frutas, hortalizas y verduras. Los hidratos de carbono simples proceden de los productos de bollería, caramelos, etc. Entre los productos animales que son fuente de hidratos de carbono (glucógeno e hidratos de carbono simples) destaca la leche y sus derivados. La celulosa a la que nos hemos referido antes como un carbohidrato complejo no es una fuente alimentaria para el ser humano porque no es digerible, pero le es útil para conseguir fibra.

Podemos también clasificar a los hidratos de carbono según el método de procesamiento en: integrales, y refinados o procesados. En esta clasificación nos referimos básicamente a los hidratos de carbono contenidos en granos. Los cereales integrales son aquellos que contienen el grano completo, incluyendo la cáscara. En el proceso de refinar, los cereales se muelen, lo que les elimina la semilla y la cáscara. Con esto se logra una textura más fina (son más fáciles de digerir) y que sean menos perecederos, pero en el proceso pierden la fibra y muchas sustancias como vitaminas, minerales y antioxidantes.

Desde un punto de vista estrictamente nutricional también podemos incluir como refinados a los alimentos que contienen hidratos de carbono simples (azúcares); estos compuestos suministran calorías, pero carecen de vitaminas, minerales y fibra, por eso se llaman «calorías vacías». Un incremento de su ingesta repercute sobre las grasas de la sangre (aumentan los triglicéridos y baja el colesterol de las HDL), produce picos de azúcar en sangre debido a la absorción rápida de ese azúcar, ayuda al desarrollo de sobrepeso y obesidad, y aumenta el riesgo cardiovascular.

En cambio, en el extremo opuesto están los hidratos de carbono complejos (en cereales integrales y legumbres), que producen una lenta y prolongada elevación del azúcar sanguíneo, no modifican las grasas de la sangre, y tienen un efecto beneficioso sobre las enfermedades cardiovasculares.

La hiperglucemia posprandial (picos de azúcar que se producen con la comida o inmediatamente tras la comida) son un claro factor de riesgo cardiovascular, independientemente de que la persona sea diabética o no lo sea. Por ello, las recomendaciones dietéticas para minimizar este factor de riesgo tienen que encaminarse a incrementar la ingesta de hidratos de carbono complejos (legumbres y cereales integrales).

Fibra vegetal

La fibra llamada dietética o alimentaria es un conjunto de sustancias de origen vegetal, en su mayor parte hidratos de carbono, resistentes a la rotura por las proteínas (enzimas) que tenemos en el intestino para hacer la digestión de los alimentos. Se trata de un componente importante de una alimentación abundante en alimentos de origen vegetal.

Existen dos tipos distintos de fibra alimentaria definidos por su comportamiento físico en el agua: (1) la fibra insoluble, como la celulosa, lignina y algunas hemicelulosas, abundante en los cereales integrales; y (2) la fibra soluble, como las gomas, mucílagos y pectinas, contenida sobre todo en legumbres, verduras y frutas, y los beta-glucanos presentes en la avena, la cebada y algunas levaduras. Una variedad particular de fibra soluble es el psyllium, obtenido de la corteza de un arbusto y utilizado como laxante (por aumento del bolo fecal) y como agente reductor del colesterol en pacientes con hipercolesterolemia moderada. La mayoría de los productos vegetales contienen una mezcla de fibra soluble e insoluble en una proporción aproximada de 1:3. Sin embargo, la avena (particularmente, el salvado de avena), la cebada, las legumbres, las manzanas y los cítricos contienen mayores cantidades de fibra soluble, mientras que el salvado de trigo, el pan y los cereales integrales contienen, sobre todo, fibra insoluble.

En nuestra dieta, las fuentes principales de fibra son las verduras, las frutas, las legumbres y los cereales integrales.

Desde el punto de vista cardiovascular las dieta ricas en fibra reducen el riesgo de padecer una enfermedad cardiovascular o de morir por ella. En varios estudios epidemiológicos también se ha demostrado una relación inversa entre la ingesta de fibra y la incidencia de diabetes mellitus. Hay que indicar que la fibra procedente de los cereales y las frutas tiene efecto protector sobre la enfermedad cardiovascular, pero este efecto no se ha observado con la fibra que se ingiere con las verduras.

La fibra soluble ejerce su efecto reductor del riesgo cardiovascular por varios mecanismos: reduce el colesterol en sangre, disminuye las cifras de tensión arterial, evita la coagulación de la sangre y disminuye los picos de azúcar y de insulina que se producen con la ingesta del alimento. La mejoría de las cifras de estos parámetros conseguida por la fibra es, no obstante, modesta. La fibra soluble también ayuda a reducir peso y mantenerlo.

La fibra insoluble no tiene (o al menos no se ha conseguido demostrar) estos efectos sobre los factores de riesgo de la enfermedad cardiovascular como el colesterol, la tensión arterial o la insulina y los picos de azúcar en sangre. Sin embargo, la fibra insoluble produce una mucha menor incidencia de enfermedad cardiovascular y diabetes mellitus que la fibra soluble.

En base a estos datos podemos establecer las siguientes recomendaciones sobre el consumo de fibra para mantener una buena salud cardiovascular: en adultos (por encima de 18 años) se recomienda una ingesta de unos 25-35 g/día, con una proporción entre fibra insoluble y soluble de 3:1. Estas recomendaciones se corresponden con la ingesta calórica: 10-13 g de fibra por cada 1.000 kcal ingeridas. Y debemos obtenerla de alimentos variados. En niños mayores de 2 años se recomienda una ingesta de fibra según la regla «edad + 5» gramos/día; así, por ejemplo, un niño de 3 años de edad deberá ingerir unos 8 g de fibra al día. Esto se corresponde con una ingesta diaria de 0’5 g de fibra/kg de peso del niño. No se ha establecido la clara necesidad de fibra en niños de menos de 2 años.

Los consejos para conseguir estas cifras son:

  • Consumir de dos a tres raciones de verduras o ensalada al día.
  • Ingerir frutos secos con cierta regularidad, por ejemplo un «puñadito» (25 gramos sin cáscara) entre dos y tres veces por semana. A ser posible, tomarlos con la cáscara comestible.
  • Incorporar cereales y derivados a la dieta, preferentemente integrales (semilla entera) o enriquecidos con fibra (pan, galletas, arroz, pasta, cereales de desayuno, etc.), al menos dos o tres veces al día.
  • Consumir de dos a tres piezas de fruta al día, mejor enteras que en zumo. No olvidemos que la pulpa, más rica en fibra, se queda en el exprimidor. En el mercado existen zumos de fruta ricos en fibra, que pueden consumirse.
  • Consumir legumbres (alubias, garbanzos, lentejas, etc.) al menos dos veces por semana.

Recordar que asegurar la ingesta de agua es muy importante cuando la alimentación es rica en fibra. Hay que asegurar la ingesta de, al menos, 2 litros de agua al día.

Además, hay que tener en cuenta que el incremento de fibra en la alimentación debe ser gradual para evitar los síntomas de flatulencia y malestar intestinal que puede producir la fibra.

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